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  1. Cuando se incendió la papelera.

    jueves, 16 de octubre de 2014

    Tenía 13 años cuando se incendió la papelera.

    No es algo relevante, sin embargo. No se trata de que ambos hechos guarden alguna conexión especial, o hasta un tipo de secreto, no es ninguna especie de recurso literario ni menos algo que busque reforzar el realismo de la historia.

    Se trata únicamente de una certeza, de las pocas que me quedan, de aquella época.

    Tenía 13 años cuando se incendió la papelera, y la gente me decía que parecía triste.

    .

    Salía del colegio y era viernes y eran casi la 1 de la tarde y quería un trago y sólo podía pensar en que era viernes y que el sol reventaba como nunca sobre los uniformes.

    Entonces acostumbraba salir con un grupo de compañeros a ocupar las plazas vacías, a tomar ron o chela o lo que hubiera y hacer ruido y fumar cigarrillos y sentirnos de lo más que hay. 

    Aquella espera, la de las tardes de viernes y tragos y noches y -ocasionales- llantos, era lo único que me mantenía despierto, que hacía soportable las voces estúpidas de los profesores y de mis compañeros y de mis padres, que permitía levantarme de la cama algunos días por semana sin preguntarme: mierda, ahora qué?

    Comenzamos a tener problemas con vecinos que vivían en los lugares donde nos íbamos a tomar, así que caminamos a mi casa antigua, que quedaba solo a cuadras del colegio y de la cual aún guardaba yo unas llaves.

    Alguien arrancó unas naranjas de un árbol en él camino, y dijo algo sobre la primavera.

    Ya dentro, nos fuimos hacia la que antes era mi habitación, y nos pusimos a tomar un vodka que no recuerdo de dónde salió. Me quedé en la ventana mirando el pasto seco del patio de atrás, entonces alguien se me acercó y dijo:

    - Por qué siempre estás enojado?
    Le contesté que no lo estaba, y que iba a faltar jugo.

    Entonces se escuchó una voz desde el que antes era living.

    - Oye, hay alguien afuera.

    Sonó un ringtone polifónico de mierda que me entró por las arterias y se escurrió por todos los rincones de la casa, alguien comenzó a gritar y golpear la puerta, las naranjas rodaban por el piso y tuve miedo y me pregunté qué era eso que habían dicho de la primavera.

    Contesté el teléfono.

    Resultó que una pareja tenía que venir a vender la casa, pero escucharon ruidos y pensaron que eran ladrones. Llamaron a mi madre y ella me llamó a mi. Me puteó hasta los cocos y me dijo que me fuera cagando a la casa.

    Cuando salí por la puerta principal estaba la pareja arriba de una camioneta, dos vecinas sapeando desde la vereda norte, mis compañeros estaban atrás y mi rostro debía encontrarse en un punto medio, porque todos ellos parecían haber fijado la mirada en mi, y todos pensaban que yo estaba mal.

    Nos fuimos y en el camino nos encontramos con un amigo. Uno de mis compañeros le ofreció lo que quedaba de vodka, y el ardor me atravesó y de pronto me di cuenta que le había quitado la botella y me la había bebido completa y que si iba a faltar jugo.

    - Qué mierda te pasa? 

    No respondí y me fui al paradero. Cuando ya estaba en la micro no entendía nada, y me aferraba a un fierro como si fuera lo único, completamente seguro de que aquel fierro sostenía el universo, la economía, a dios, a todas las cosas en las que creían los sanos y los bonitos, y hasta a mi mismo.

    Me veía tan como el pico que una embarazada me ofreció el asiento.

    Luego solo recuerdo haber llegado a mi casa ebullendo alcohol. Subí a la terraza y fumé el único cigarrillo que me quedaba. En algún punto comencé a llorar.

    Y no era porque estuviera triste, ni enojado, ni mal.

    Era la vida en si.

    Que no era ni muy mala, ni muy difícil, ni muy triste.

    Era simplemente hueona, una vida demasiado hueona. 

    Y entonces nevó.

    Los copos cayeron sobre mi y la terraza y pensé que era primavera y que las cosas debían estar realmente mal.

    Atrapé uno con la lengua y reconocí algo: sabía a colillas.

    Era ceniza.

    La papelera de Puente Alto ardía y el viento se encargó de que todos lo supiéramos.

    Seguí llorando un rato y en algún punto me detuve.

    Cuando tenía 13 años, Santiago Oriente fue cubierto por delicados esbozos de papel.

    Y aquello fue lo más hermoso que vi, aquel año.