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  1. Da Vinci.

    martes, 10 de diciembre de 2013

    No conocía mucho el lugar, tampoco me importó no conocerlo. En vez de eso me quede en una habitación con terraza, y allí pasé unos días.

    Las cosas no estaban claras.

    Las cosas no están tan claras.

    A lo ocurrido, me refiero.

    Era verano y yo estaba en la terraza.
    Siempre estaba en esa terraza.

    Caminaba de la cama a la terraza y de la terraza a la cama muchísimas veces al día, encendiendo cigarrillos mientras me movía de un rincón a otro. 

    Entonces fumaba mucho, arrojaba las colillas a una especie de canaleta que había en cada rincón de la terraza y ahí dejaba que se juntaran. Un viernes me dijeron que debía limpiar. Subí la manguera hasta el segundo piso para mojar todo, barrer y dejarlo caer por la canaleta. Funcionaba. Me quedaba horas con el agua corriendo, encendiendo más y más cigarrillos, evitando que se mojaran, evitando todo un poco.

    Me quedé ahí.

    Pude haber tomado una micro, caminado, usado una bicicleta que entonces si andaba.

    Me quedé ahí

    Alguna tarde empecé a leer, alguna otra a escribir. No busqué la literatura, apareció ahí un día en alguna caja que quedaba de la mudanza, o bajo la cama, o sí la busqué un poco.

    No fueron momentos que definieran mi vida, ni que recuerde con cariño. No estaba inspirado, ni me sentía escritor, ni estaba enamorado, ni no lo estaba. Estaba aburrido, y una cosa te lleva a la otra.

    Debo haber mirado el mismo atardecer muchas veces, esperando que pasara algo.

    Un ser extraño y deforme apareciendo en mi jardín.

    El calefont explotando.

    Un ladrón subiendo a la terraza y encontrándose ahí conmigo, un joven con los pies mojados y un cigarrillo en la boca.

    Nada de eso pasó.

    Nada pasó.

    Se me acabaron los cigarrillos y los libros y la paciencia.

    Montones de colillas y ganas desparramadas por un piso de cerámica que solo los viernes se salvaba de ser un triste desastre.

    Yo no me salvé ni uno solo.

    Un viernes tuve que volver a limpiar la terraza.

    Cigarrillos, fuego, manguera arriba.

    Dejé el agua correr e hice la nada de siempre.

    Llevaba meses en ello.

    Solo entonces me detuve a pensar en ello, en todo el tiempo que llevaba ahí.

    El agua me llegaba a los tobillos y la ceniza húmeda se me pegaba a la piel.

    No fumé más, antes de la explosión alcancé a ver el cigarrillo completamente consumido en mi mano. Escuché un ruido enfermo que parecía venir de todas partes y sentí que algo se desplomaba. Pensé en mis piernas, mis malditas piernas. Estaban bien. Miré hacia abajo y al menos 4 de los tubos de la canaleta se habían reventado y una masa de agua/cenizas/tabaco/mierda estancada por meses se espació por el jardín.

    El calefont no hubiera estado tan mal.

    Siguió cayendo mierda por los muros y el olor se expandió por toda la casa, y algunas otras. Alguien llamó a una persona para que viniera a limpiar y arreglar la canaleta. El tipo se llamaba Herman, y dijo que era la mierda más asquerosa que había visto en su vida. Pensé en eso como un logro porque seguramente el si que había visto mierda.

    Cambiaron la canaleta y la reemplazaron con unos tubos de plástico angosto que evitaría cualquier problema. Antes de irse, Herman me preguntó cuantas personas fumaban arriba.

    - Una -le dije.

    - ¿Una, como alguien puede tener estancada tanta mierda?

    Entonces se fue y las cosas no volvieron a ser normales.

    Ya no usaba tanto la terraza, por miedo a que algo se rompiera. Comencé a ponerme ansioso y debo haberme puesto a fumar más.

    Un día apareció un viejo en un sillón roto que tenía junto al ventanal. Tenía una nariz firme, un extraño sombrero y una larga barba blanca.

    No hice las preguntas, no era necesario. El viejo no era real y yo estaba alucinando o me había vuelto loco, o las dos. Algunas veces hacía ruidos y siempre estaba con un cuaderno viejo dibujando pájaros.

    Nunca me molestó su presencia. Tampoco me preocupé mucho de ello, ni le avisé a alguien ni pedí ayuda, si lo hacía me encerrarían en un loquero. Fue una opción que medité un tiempo, pero sabía que allí no podría ni fumar ni escribir ni mojarme los pies y deseché la idea.

    Cuando leía él salía a mirar los pájaros, cuando encendía un cigarrillo bajaba un poco el cuaderno y me daba una mirada seria, cuando despertaba lo encontraba lanzando aviones de papel.

    Con el tiempo hasta disfruté de su presencia, y de a poco se acercaba el momento donde yo debía dejar la habitación y la terraza.

    Fue unos días antes de tener que marcharme.

    Había sido también el primer día que había salido.

    La habitación estaba como si hubieran entrado a robar, como después de una gran pelea, de un gran escape, de un hombre loco. El viejo ya no estaba y sobre el sillón roto reposaba su cuaderno triste y polvoriento.

    Lo recogí, sacudí un poco el polvo. Entre sus últimas anotaciones encontré:
    el hombre no tiene la fuerza necesaria para batir sus alas y alzar vuelo.

    Nunca mas volví a verlo.

    Dejé de fumar tanto. No se volvió a tapar la canaleta, tampoco volví ahí.

    Guardé el cuaderno entre mis libros.

    Comencé a dibujar.

    Comencé a beber.

    Y alguna tarde, terminó el verano.

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