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  1. Excusa abierta para Sabrina

    lunes, 26 de septiembre de 2016

    “Me fui de vacaciones
    lejos de los amores”
    RS.

    Según la teoría del desextrañamiento circunstancial y espacial, (teoría de dudosa reputación, endeble, deshuesada, frágil como su autor), existen circunstancias y lugares específicos que logran desextrañar una conducta, alcanzando algo similar a una auténtica liberación emocional.

    Así, el autor describe el caso de un rapero que rapea mirando un libro en la calle, invitando a los transeuntes a creer que lee en voz alta, cuando no es más que una técnica para disfrazar su entusiasmo y falta de métrica. También es mencionado el caso de una joven de cabello verde a la que pocas veces se le ve sin un cigarrillo en la boca. Esto, según el autor, no es más que un método para poder suspirar en paz, puesto que es sábido que el hábito del cigarrillo es mejor visto que un trastorno de ansiedad.

    Es el desextrañamiento espacial, sin embargo, del que quería hablarte, Sabrina.

    ¿Sabías que Las Bibliotecas fueron ideadas como templos de meditación y retiro?
    ¿Sabías que la soledad, el silencio, el distanciamiento voluntario, nunca fueron aceptados?
    ¿Sabías que llenaron Las Bibliotecas con libros para ocultar la verdad, para que desde afuera nos vieran y creyeran que en la literatura buscabamos el secreto?
    ¿Sabías, Sabrina, que al final nosotros también nos compramos esa mentira?

    Pero pasamos por alto el hecho de que el desextrañamiento espacial va más allá de un simple fenómeno social. El autor lo plantea como un fenómeno biológico, una catársis clavada en nuestra genética, incapaz de ser suprimida. El fenómeno siempre encuentra la manera de manifestarse.

    El último espacio de desextrañamiento al que hace referencia el autor es al Metro.

    Fue ahí que te conocí, Sabrina.

    Ahí, a una palabra coja/resbalosa/torpe de distancia. A un hola guachita, hace tiempo que no escribo, tengo ganas de abandonar mis cuentos tontos, de echar al agua mis poemas, de deshacerlos de apoquito y enjabonarte las piernas. Te voy a inventar un nuevo género literario, uno donde la sustancia elemental de la escritura sea la saliba. Uno no tan rebuscado. Húmedo. Que puedas apagar colillas en él y dejes el hielo de tus piscolas sin que se derritan. Práctico. Elegante. Que lo dejes orgullosa sobre el escritorio, o al fondo de la mochila, o al final de tu boca.

    Ahí, demasiado cerca para nuestro gusto.

    Entonces supe que te llamabas Sabrina. Y me gustó Sabrina porque está escrito con saliba. Con gusto cítrico. Color gasolina. Olor a detergente. Ahí supe que no eras Javiera, Natalia, Carla, ni Daniela. Esas son palabras insipidas, incoloras, inoloras. No podría con una Javiera más. Las Javieras te secan la boca tanto o más que las Carlas. Las Natalias te duermen. Las Danielas te arrancan el sabor.  ¿Has visto la panza de las aspiradoras, Sabrina?, ¿ahí donde se revuelven la mierda con las pelusas? Justo así te dejan el corazón las Danielas.

    ¿Has caminado por el pasillo del detergente en el supermercado, Sabrina? Cuando niño yo lo hacía y arrastraba la nariz por las cajas. Imagínate te hubiera conocido entonces, Sabrina. Ahora yo estaría en un coma cítrico, color gasolina. Me hubiera jalado todo el detergente de todos los supermercados por mantenerte derritiéndome el cerebro un ratito más. Pero ahora ya no voy al supermercado. Solo voy al Metro.

    Ahí, Sabrina.

    Donde se te acercó un guardia y te dijo eh, señorita, usted, si usted, la de las piernas bonitas y olor a detergente, no se haga la lesa. Y tu lo miraste con cara de que mierda y el te contestó pasa que los pasajeros están reclamando por que al guacho de al frente le está armando tremendo bullicio en la cabeza. Si, ese, al cara de endeble, deshuesado, frágil. Se le escapan miradas ruidosas con ritmo de reggaeton romántico y de tanto boche no deja dormir a los demás pasajeros. Corte el coqueteo, o se va a tener que bajar.

    Ahí, donde finalmente bajaste, donde los pasajeros entran y se aprietan y se prensan como los porros que no alcanzamos a fumar. En el último espacio de desextrañamiento, el lugar heredero de Las Bibliotecas, el lugar único donde podemos estar acompañados y en silencio sin que parezca incómodo, sin que esté mal.

    Por eso no fui ni seré capaz, Sabrina.
    Porque aquí no necesito tus palabras.
    Porque lo nuestro es bello y mentiroso como la literatura. Lo suficientemente destructivo como para destruir el Metro y convertirlo en otra Biblioteca boba.
    Porque no soy capaz de entregar mi soledad, mi silencio, mis distancias.

    De nuevo, ahí.

    Donde no te pinté pajaritos en el aire, ni te juré falso amor ni lo creiste.

    Ahí fue que te conocí, Sabrina.

    Justo ahí, donde nunca nunca nos conocimos. 


    Perdóname, Sabrina.

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